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Happily Frightened: lo que Halloween nos enseña sobre el miedo y el crecimiento
Cada octubre, Halloween irrumpe en las aulas, los hogares y las conversaciones con una mezcla de risas, sustos y disfraces. Pero más allá de calabazas y telarañas, esta fecha encierra un valor profundo: es una oportunidad para hablar del miedo, de la imaginación y de cómo los chicos aprenden a convivir con lo desconocido.
La historia de Halloween tiene raíces milenarias. Proviene de Samhain, una celebración celta que marcaba el final de la cosecha y el comienzo del invierno, una época asociada al mundo de los espíritus. Con el tiempo, esta festividad se mezcló con tradiciones cristianas como el Día de Todos los Santos y derivó en lo que hoy conocemos: una jornada donde los límites entre el miedo y el juego, lo real y lo imaginario, se difuminan.
Esa mezcla de fantasía y misterio es, precisamente, lo que fascina a los niños y adolescentes. Disfrazarse, explorar casas oscuras o ver películas de terror en grupo son rituales que les permiten acercarse al miedo… pero desde un lugar seguro y compartido.
El miedo como parte del desarrollo
El miedo no es solo una emoción inevitable, sino también una herramienta de aprendizaje.
En la primera infancia, los temores suelen ser concretos —la oscuridad, los monstruos, separarse de los padres— y a través del juego los chicos aprenden a controlarlos.
A medida que crecen, esos miedos se vuelven más simbólicos: fracasar, no encajar, perder algo valioso. La preadolescencia es una etapa clave: muchos chicos se sienten naturalmente atraídos por lo “tenebroso” o lo misterioso porque están buscando entender sus propios límites emocionales.
Halloween les ofrece un espacio para hacerlo sin riesgo. Es una manera de ensayar el miedo, de explorarlo con humor, imaginación y sentido de comunidad. Como señalaba Bruno Bettelheim al analizar los cuentos de hadas, enfrentarse a lo oscuro en la ficción ayuda a darle nombre a lo que nos asusta en la realidad.
Monstruos que enseñan
Las historias de terror no solo asustan: también enseñan. Los monstruos, brujas y fantasmas de la literatura infantil son metáforas de emociones humanas.
En Coraline de Neil Gaiman, una niña enfrenta una versión aterradora de su propio hogar para aprender a valorar su identidad. En Harry Potter, los dementores representan la tristeza y la desesperanza, pero también la posibilidad de superarlas. En A Monster Calls de Patrick Ness, un niño dialoga con un monstruo que lo ayuda a procesar la pérdida.
Estos relatos muestran que el miedo puede transformarse en conocimiento y empatía. Los chicos descubren que incluso los personajes más siniestros tienen motivaciones, emociones y vulnerabilidades.
Desde lo pedagógico, Halloween puede convertirse en un espacio de exploración emocional y cultural. No se trata solo de decorar aulas o contar historias de miedo, sino de trabajar el simbolismo detrás de la celebración. Podemos aprovechar esta fecha para leer cuentos que aborden los miedos desde distintos enfoques y analizarlos en grupo, escribir o dramatizar versiones alternativas de historias clásicas, conversar sobre las emociones que aparecen al sentir miedo y cómo podemos manejarlas, o investigar cómo se celebra Halloween —o el Día de los Muertos, o Samhain— en distintas partes del mundo. Al integrar estas propuestas en la experiencia educativa, los chicos aprenden a reconocer el miedo como algo natural y a comprender que cada cultura lo aborda de manera diferente.
Aprender a mirar lo desconocido
Halloween nos recuerda que el miedo, cuando se mira con curiosidad, puede convertirse en una fuente de crecimiento. Enfrentar lo desconocido —aunque sea disfrazado de monstruo o fantasma— es una manera de ensayar la valentía, de aprender sobre uno mismo y de descubrir que, muchas veces, lo que más asusta también puede enseñarnos algo valioso.
Porque al final, crecer también implica eso: atreverse a mirar en la oscuridad y encontrar, entre risas y sustos, un poco más de luz.
